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En las últimas semanas he tenido unas cuantas experiencias con bancos y cajas de ahorro y me ha sorprendido comprobar que, a pesar de todos los cambios que están experimentando en su sector y la brutal competencia entre ellos, aún no se hayan dado cuenta de que maltratar al cliente siempre les va a salir caro.

Tratar al cliente como mercancía

La primera experiencia la tuve con una caja de ahorros que, como muchas otras, ha sido absorbida por otra entidad. En un caso como este, sería razonable pensar que la entidad que se hace cargo de los clientes “traspasados” considere que esta operación es, para ellos, un momento de alto riesgo, por lo que supone para esos nuevos clientes el “aterrizaje” en una nueva entidad que les es impuesta. Siguiendo con la lógica, uno esperaría que se diseñase un protocolo para comunicar la situación a los clientes y, con los mínimos cambios posibles, efectuar el traslado y acoger lo mejor posible a los nuevos clientes.

Parece ser que la lógica no abunda en este sector porque, en mi caso, lo primero que recibí fue una carta redactada en lenguaje corporativo donde se me avisaba del cambio y un folleto en el que se me notificaban el nuevo número de cuenta y una lista de las comisiones que me cobrarían por el uso de diferentes servicios, la mayoría de las cuales habían sido gratuitas en la caja donde abrí la cuenta original.

Mi sensación fue la de ser tratado como mercancía.

Lo que mal empieza mal acaba

Creo que para llevar a cabo una operación de este tipo, hubiese sido más correcto hacer una carta de bienvenida más cercana e invitarme a visitar una de sus oficinas para interesarse por mis necesidades y, entonces, ofrecer una solución a éstas dentro de sus posibilidades.

Lejos de ello, tuve que recorrer varias oficinas cuando decidí dar mi cuenta de baja, cosa a la que se negaron a pesar de que cualquiera de ellas podía tramitarla. El motivo de esta negativa, reconocido por la propia entidad, es que al gestionar la baja en la oficina de la misma población en que la abrí, podría hablar con el director de mi antigua oficina y que fuese este quien “pelease” la baja.

Para ello, ni siquiera habían pensado en ubicar a esta persona en un sitio con un mínimo de privacidad. De esta manera, cualquier cliente que entrase en las oficinas de la nueva entidad podía escuchar el rosario de quejas de clientes ofendidos ante aquella persona que, con cara de poker, no podía más que defender la gestión de su nueva empresa y tramitar la baja con la máxima rapidez posible.

Palabras sin hechos

Mi segunda experiencia fue con un banco de los grandes, del que soy cliente habitual.

Imagino que todos los bancos son conscientes de la mala imagen que se han ganado entre sus usuarios por episodios como los de las preferentes, cláusulas suelo de las hipotecas, escándalos de corrupción, sueldos e incentivos desorbitados para sus gestores, rescates y otros, que han cambiado de manera drástica la valoración de sus clientes que, incluso en tiempos más felices, tampoco era buena. Es por ello que algunos bancos están haciendo esfuerzos, o eso dicen, por mejorar la experiencia de cliente.

En el banco del que hablo, tienen unos displays en todos los mostradores en los que animan al usuario a puntuar la atención al cliente en una escala del 0 al 10. En teoría, la opinión del cliente la recogerá una persona que llamará por teléfono en nombre del banco. Y digo en teoría porque nunca me ha llamado nadie con ese fin.

Hace unos días recibí una llamada de una persona que llamaba en nombre del banco. Inocentemente, escuché con atención porque pensé que querían conocer mi opinión acerca de las últimas gestiones que había efectuado en el banco.

Pero me equivocaba de nuevo.

Perpetuar el error

Lejos de ello, lo que querían era venderme un servicio.

Siempre me he considerado un vendedor y no encuentro nada malo en que alguien se ofrezca a solucionar mis necesidades. Eso sí, también tengo muy claro cuáles son éstas, soy consciente de cuando alguien está intentando “colarme” un producto o servicio y detesto las malas artes, que son las que han terminado por dar mala fama a este oficio.

Así, en un primer momento, me llevé una pequeña decepción al comprobar que el objeto de la llamada no era el de conocer mi opinión si no el de venderme un producto, pero escuché a la operadora.

Lo que me ofrecía era un seguro. Para hacer más atractiva la oferta, y más difícil de comparar con mi seguro actual, me hablaba de la cuota mensual, recalcando siempre que se trataba de “solo X euros mensuales”. Por otro lado me ofrecían 30 días gratuitos y, en ese plazo, yo podría decidir si continuaba con el seguro o lo daba de baja.

La agresividad en ventas se paga cara

Sin preguntarme mi parecer, la operadora me comunicó que procedía a la contratación, para lo cual me advertía de que la conversación quedaría grabada. Por supuesto, le dije que no había aceptado nada y que para tomar una decisión necesitaba tener información, ya que tengo un seguro con coberturas parecidas. Posiblemente obligada por el guión de ventas, mi petición de información la resolvió repitiendo los últimos cinco minutos de su exposición y llegando al mismo punto en el que inicia el proceso de contratación sin haber pedido mi opinión.

Llegados a ese punto le dije que no iba a contratar nada en esas condiciones y que consideraba más lógico que me enviase información para tomar una decisión, ante lo cual su respuesta fue que no existía esa opción, provocando entonces que le comunicase, por tanto, el fin de nuestra conversación.

Es increíble que estas empresas se arriesguen a molestar a sus clientes con este tipo de procedimientos de venta cuando aún están pagando la mala imagen de ventas fraudulentas como las de las preferentes y otros desmanes hipotecarios, más en estos momentos en los que es tan difícil captar clientes y tan fácil perder los que tienes.

La diferencia la marcan las personas

Afortunadamente, todas las experiencias no han sido negativas.

En la misma entidad que, vía telefónica, ha demostrado tan poco nivel de empatía, me he encontrado con una persona que se ha interesado por mi negocio y que, más allá de realizar las gestiones que le pedía, ha sido proactiva y me ha propuesto soluciones de manera clara, realista y ágil.

Seguramente, muchas de estas soluciones estaban al alcance de la entidad de la que me di de baja, pero nadie mostró un interés real por mis necesidades.

En estos tiempos de preocupación por la situación económica, donde las ventas son difíciles, con retos importantes como el showrooming, la diferencia la siguen marcando las personas y su actitud, por encima de las empresas.

 

Foto: Steve Snodgrass (flickr con licencia Creative Commons BY-SA 2.0)

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