Este señor de mirada ligeramente estrábica se llama Paul Krugman, y es, según la wikipedia, economista, divulgador y periodista. Nacido en Nueva York, se le considera una de las autoridades mundiales en temas económicos, no en vano le fue concedido el Nobel de Economía en el año 2008. El domingo 11 de Julio, en las páginas salmón del diario El País, leí el comienzo de una columna escrita por él (Los mitos de la austeridad) en la que criticaba las medidas de (excesiva) austeridad adoptadas por los gobiernos europeos y comenzaba así:

“Cuando era joven e ingenuo, creía que la gente importante adoptaba
una postura basándose en una consideración concienzuda de las opciones.
Ahora sé que no es así. Gran parte de lo que la gente seria cree
se basa en prejuicios, no en análisis.
Y estos prejuicios están sujetos a modas y tendencias”.

Hace unos días no pude evitar recordar el principio de esta columna al discutir con un cliente sobre el precio de ciertos artículos. El caso es que este cliente, como muchos otros, se ha dejado arrastrar por el “baratismo”, esa ceguera que impide ver más allá de la etiqueta del precio.

Evidentemente, vivimos en tiempos en los que el precio es importante, pero la calidad también lo es. Es admisible que el consumidor no pueda, o no quiera, valorar la calidad de un producto. Pero es imperdonable que el profesional (en este caso supuesto profesional) no sepa valorar los factores que marcan las diferencias de calidad de un producto comparado con otro, resultando a veces mejor opción el de precio más alto y caro el de precio más bajo.

Porque, si el principal argumento de nuestro negocio es el precio más bajo sin más consideración, ¿Cuánto tardaremos en ser superados por otros productos u ofertas más baratas? ¿Qué tipo de consumidor se sentirá atraído por una selección de productos de las gamas más bajas (y aburridas)? ¿Cual será el nivel de satisfacción del consumidor? ¿Cual será el listón de calidad más bajo admisible? ¿Quién será nuestra competencia? ¿Cómo podremos fidelizar al cliente?

Los buenos productos combinan buen diseño, calidad, facilidad de uso, orientación al cliente y, por supuesto, buen precio. Este precio puede ser más alto en función del valor añadido del producto y seguir siendo bueno. Por ello, es fácil encontrar productos de mayor precio que la media y que, curiosamente, son más baratos por ofrecer más valor añadido.

El primer “comprador” del producto debe ser el propio comerciante o vendedor. Si este no es capaz de valorar las diferencias de calidad de un producto a otro, habrá convertido su negocio en una tienda de marcas blancas y, por tanto, quedará a merced de cualquier competidor con una oferta mejor. Además, al trabajar con una gran selección de productos con la mínima calidad exigible, se encontrará con graves problemas de imagen, oferta de productos poco atractiva y clientes defraudados por las malas experiencias de uso de los consumidores.

Ya lo decían las abuelas: A veces, lo barato sale caro.

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