Uno de los principales derechos recogidos la Declaración Universal de los Derechos Humanos es la presunción de inocencia, que viene a decir algo así:

Toda persona es inocente, mientras no se demuestre lo contrario.

Sin embargo, esto no es así en muchos comercios. Podríamos empezar comentando las incomodidades que tenemos que sufrir en algunos locales comerciales por las medidas anti robo: alarmas que suenan sin motivo, productos con desperfectos provocados por los dispositivos de alarma, imposibilidad de tocar o de probarse ciertos productos, seguimiento excesivo de vigilantes de seguridad…

Pero, esta vez, quería hablar de otro tipo de culpabilidad. En otro post hablé de consumidores y vendedores toreados, pero, en esta ocasión, quiero centrarme en los vendedores, ya que he tenido un par de experiencias de este tipo en los últimos días.

Cuando un cliente se acerca a una tienda, puede hacerlo por diversos motivos. De todos ellos, muy pocos son perjudiciales para el comerciante, más allá de dedicar un tiempo a ese cliente, del que nunca sabe si comprará. Lo haga o no, podría volver en otro momento. Para que vuelva, será imprescindible que en la visita previa el trato hay sido bueno, y esta sensación difícilmente se producirá si el vendedor está a la defensiva.

El vendedor que pone en práctica la “venta defensiva”, está más preocupado por su rentabilidad a corto plazo que por dar a su cliente un buen servicio, y sus principales temores son:

  • Perder el tiempo (porque el cliente esté curioseando, pasando el rato o porque la apariencia del cliente no transmita el perfil adecuado para darse la venta). En este caso, hay que recordar que muchas de las ventas lo son por impulso y, precisamente, muchas de ellas se pueden dar por la exposición a nuestros mensajes que recibe el cliente mientras está curioseando. Además, todos recordamos casos en los que hemos hecho ventas a clientes de los que no esperábamos nada.
  • Tener problemas en futuras reclamaciones. Es cierto que algunas reclamaciones son muy desagradables de gestionar, sobre todo cuando el cliente se comporta de manera desconsiderada, pero estas reclamaciones sólo son un pequeño porcentaje de las ventas, y, bien gestionadas, son una gran oportunidad para fidelizar a un cliente, que no está acostumbrado a que le escuchen ni a que le resuelvan sus problemas.
  • Pedir un artículo determinado, en lugar de vender el que está en stock. Entendiendo la molestia que supone hacer este tipo de pedidos, y que, según la política comercial de cada marca o sector puede ser más  o menos gravoso, una pequeña diferencia de color o diseño, para nosotros intrascendente, puede suponer la pérdida de la venta.
  • Tener que gestionar cambios o abonos. A nadie le gusta, después de haber hecho una venta, tener que empezar de nuevo para atender un cambio o, mucho menos, para hacer un abono o extender un vale. Sin embargo, para el cliente es un importantísimo aliciente tener la seguridad de que aquello que compra soluciona sus necesidades. Todos hemos hecho compras de artículos que prometían lo que luego no cumplían.

Estos pueden ser los factores más importantes que desencadenen este comportamiento, aunque no los únicos. Estas barreras impiden la comunicación fluida con el cliente, y, si no hay comunicación, no hay venta. Entiendo, porque lo veo a diario, que algunos clientes se comportan de manera tan desconsiderada que merecerían esta “venta defensiva”, pero ante el riesgo de “criminalizar” a todos los clientes por culpa de unos pocos, creo que merecería la pena replantearse alguna de estas medidas y, dado que pueden suponer la pérdida del cliente, creo que deberíamos formularnos la siguiente pregunta, cuya respuesta es clara:

¿Quién necesita más a quién? ¿El cliente a nosotros, o nosotros al cliente?

Foto: Creationc (Stock.Xchng)

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